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entrevista Macedonio Fernandez

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Mensaje  manuel Miér 08 Jul 2009, 19:47

Hay dos clases de aventuras: las que se viven en el mundo real y las que se sufren en el país del ensueño. Circunscripto a todas las posibilidades de su azar, el hombre de acción no se expone nunca demasiado cuando se lanza en busca de lo desconocido. El panorama natural, cordial siempre con los viajeros audaces, no tiene, al final de su horizonte, más reposo que el de la muerte. Torturado de inquietud, el país del ensueño guarda todas las sorpresas de lo imprevisto. Inexorables para las esperanzas que nos humanizan, las aventuras que se viven en el país del ensueño destruyen para siempre esa gravitación normal a la que hace muchisimos siglos se está aferrando la vida. Ausente para todas las dimensiones, el país del ensueño no conoce los “small talk” de los sucesos cotidianos. Penetrar en él es abandonar, sin ninguna posibilidad de retorno, la cordial hospitalidad de esos “temas indiferentes” que nos sirven de jalones frente a la latitud incambiable del mundo real. Viajero arriesgado, Heráclito no regresó nunca más a la vida después de ese viaje maravilloso a la “realidad inaprensible” que pasaba cada segundo ante sus ojos. Menos afortunado que él en la angustiosa búsqueda de “su” panorama, Berkeley perdió para siempre su “humanidad” en ese “mundo aparamental” que llenó toda su vida de fantasmas.

Desnudo frente a esa vida emocional que nos sirve de pernio hasta la muerte, Macedonio Fernández ha tenido también el supremo valor de vivir la liminal aventura de su ensueño. A costa de todas las situaciones de fortuna, abandonando la cariñosa cordialidad de sus ideales “humanos”, hace más de veinte años Macedonio Fernández emprendió un largo viaje del cual no ha regresado todavía. Inconmovible para sus exploradores audaces, el país del ensueño no devuelve nunca a los que alguna vez se aventuraron por el dilatado horizonte de sus posibilidades. Gastado para la vida que comienza en la calle, inactual para el mundo de los sucesos cotidianos en Macedonio Fernández hay un viajero sin probabilidades de retención para el determinismo humano que la vida necesita vivir. Angustiado como Verlaine o Dostoiewski por su propia complejidad, él puede también erguirse “ante el mundo que pasa” para pedirle, como una limosna, un poco de simplicidad” que ahora, en plena calle, frente a la vida que no lo roza, él tampoco alcanza a recoger...

– A los diez y siete años de edad – empieza diciéndome Macedonio Fernández – empezó para mi un período angustioso y difícil. Sólo frente a la realidad de las cosas, abandonado en la desolada permanencia de un mundo sin respuestas, sufrí diez largos años en silencio. Torturado por la duda, busqué desesperadamente la salida en aquel laberinto sin luces en el que había encerrado mi vida. Pero sólo encontré, inconmovible y eterna, la angustia de mi soledad... Desde entonces vivo sólo conmigo mismo y el pensamiento –un pensamiento mal mandado y desobediente – me ha quedado como único vicio de mi desamparo...

Yo lo interrumpo. Frente a los ojos lejanos de Macedonio Fernández pongo un poco de “realidad humana”. Le pregunto cómo empezó su correspondencia con William James.

– La Psicología me ha apasionado siempre – me dice –, A esta ciencia – y aquí tengo que pedir disculpas a Schopenhauer, su negador más enconado– le debo las mayores satisfacciones de mi vida. Una noche en que mi “Yo” cerebral se había dormido por completo, mi subconsciente me dio el cabo inicial de un gran descubrimiento. Al despertarme después de un largo ensueño, no pude precisar con exactitud si las imágenes con las cuales había trabajado mi subconsciencia eran auditivas o visuales. No sabís – y todavía no lo sé – si había soñado con una página de novela o con un trozo de “Maestros cantores”, de Wagner. No había, en consecuencia, “estados sensoriales puros”, como sostenían William James y la mayoría de los psicólogos de aquel tiempo, sino “simples referencias a los órganos de percepción”. En una palabra, comprobé que las sensaciones no tenían “especificidad”. “Una sensación pura de sabor no se distingue por si misma como sabor”, como erróneamente afirmaba Rousseau; la vaguedad de la localización sensorial que arrojaba el análisis consciente de mi ensueño me había demostrado con holgura que las sensaciones no son “estados puros en si”, sino simples referencias a los órganos de percepción. Percibimos una sensación de sabor sólo por su incidencia en los órganos del gusto... En una larga carta comuniqué mis conclusiones y el origen de mi descubrimiento al gran psicólogo americano. Me contestó diciéndome que insistiera en percibir la variedad de las sensaciones, prolongando su percepción en los órganos sensorials. Así lo hice, pero a pesar de distinguir con toda nítidez los estados afectivos del ensueño, no pude precisar – ni lo he logrado nunca después – si las sensaciones que los acompañaban eran auditivas o visuales...

Mientras Macedonio sanciona con su sonrisa un largo crédito a mi favor, yo arriesgo toda mi intimidad en una pregunta.

Me pide Vd. que le cuente una “aventura pintoresca” de mi vida – dice –. Le contaré la más estupenda de todas: la que tuve con el azar. Yo estaba por aquel entonces en Mar del Plata, abocado a un doble problema de veraneo y de ruleta. Parado largas horas ante la distraída indiferencia del “croupier”, descubrí un sistema que me abría para siempre las seguridades de la fortuna. Convencido que el azar no se podía prever, traté de corregirlo, como si fuera un chico malcriado. El secreto consistía en ir modificando las puestas, hasta encontrar en las “chances” desfavorables la posibilidad de perder menos que en las que ganáramos. La combinación no era mala, y yo – bueno es que se lo confiese – estaba bastante orgulloso de ella. Pero figúrese cuál no sería mi sorpresa al descubrir un día que ¡doscientos años antes! ya me la había plagiado D’Alembert...

Es que es inútil – añade Macedonio con otra sonrisa –: hemos llegado a una época en que uno ya no se puede fiar de la gente ilustre del pasado. Porque es bueno que le aclare que en otra oportunidad me ocurrió también lo mismo. Después de largas meditaciones, yo había llegado a la conclusión de que el sueño es un correlativo fisiológico de la alternación astronómica de la noche y del día; de manera que si nunca se hubiera puesto el sol, al primer hombre le hubiera resultado tarea bastante difícil el encontrar una hora para dormir. Leyendo mucho tiempo más tarde “Fisiología del gusto”, de Brillat–Savarin, tuve el desagrado de encontrar allí mi idea exactamente expresada. Después de eso, ¡como para creer en la probidad de la gente que ha pasado a la Historia!...

Me han dicho – le interrumpo – que Vd. ha negado la terapéutica. ¿Es verdad eso, Macedonio?

La terapéutica es el hilo más delgado que hay en el mundo de la esperanza – me responde –. Disciplina esmirriada, abortada tentativa antibiológica, ella nunca ha encontrado nada que corrija y frustre las consecuencias de nuestras infracciones higiénicas. Lo único que cura la terapéutica es la sensación popular de lo mucho que se estudia el organismo humano y de lo poco que se consigue para medicar. Este contraste entusiasma a los pacientes demasiado imaginativos, que están en excelentes condiciones para ser curados por su propia fantasia. La lástima grande es que los médicos se empeñen en administrarles remedios cuando están, precisamente, en tan delicadas condiciones de salud para reistirlos...

Por culpa de la juventud artística de Buenos Aires, que conocía hace cuatro años – prosigue Macedonio Fernández, respondiendo a una pregunta mia –, estoy abismado en un arduo problema de estética. Me desvalijaron, por aquel entonces, con tanta prolijidad e inmenso provecho de mi estética pasatista, que hasta la fecha no he podido recuperar una ignorancia igual... Tanteando en el vacío, estoy ensayando sin embargon, la técnica de una nueva novela. Para construirla, no quiero especular con esas “imágenes vividas” o “fuertemente pensadas” que constituyen el natural acervo romántico del lector y que invariablemente usufructúa el novelista. En literatura, –este procedimiento me parece casi tan deshonesto como esas invitaciones de picnics, que debajo del precio de la entrada llevan escrita la indicación de que cada comensal tiene que llevarse el almuerzo... Mi novela será una novela de “presente absoluto” en cuanto a su afectividad. Para no especular con el romanticismo inherente a los hechos acaecido – ya dijo Ortega y Gasset antes que yo que romanticismo es nostalgia – no relataré sucesos pasados, sino acontecimientos que “pueden pasar”. Un epílogo poemático de cuatro o cinco páginas a lo sumo me servirá para cerrar la narración...

Ahora, Macedonio, aunque la pregunta le parezca un poco rara, ¿qué puede decirme usted mismo sobre “No toda es vigilia la de los ojos abiertos”?

Si yo tuviera que escribir su reportaje – me contesta Macedonio –, encabezaría mi respuesta con este subtítulo: “De cómo, a veces, resulta inútil escribir un libro de metafísica para encontrar la explicación del mundo”. Porque esto es, cabalmente, lo que me ha ocurrido a mí. Buscando la explicación del misterio del mundo, mi libro me acercó a la personalidad de mayor poder mental y de más gracia sentimental que he conocido en mi vida. Sin proponérselo, me abrió las puertas de “un mundo nuevo”, con lo cual la explicación del mundo viejo, perseguida afanosamente a través de sus trescientas páginas, me resulta ahora perfectamente innecesaria...

Y cuanto ya en la calle, los dos nos encontramos de nuevo frente a la ciudad y a la vida, retornando a su país imaginario, Macedonio agrega:

– ¿No le parece que hay algo turbiamente sensorial en la música de orquesta? ¿No cree usted en la posibilidad de una “música pura”, sin compás y sin esas apoteosis marciales que han malogrado más de una página de Beethoven?

César Porcio
(Buenos Aires, 26 de enero de 1930)
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